Comentario
Guiado por su vocación universal, Justiniano construyó a lo largo y ancho de todo el Imperio. Rávena al oeste y Belén y Jerusalén al este, o las realizaciones de Efeso o el monte Sinaí, dan una idea de la envergadura de su labor. Pero sus esfuerzos más intensos se dirigieron al corazón del Estado.
Constantino y Teodosio habían transformado Byzantium de una ciudad colonial menor en la capital del mundo civilizado, aunque tuviera que competir con rivales de la talla de Alejandría, Antioquía o la vieja Roma. Justiniano hizo de Constantinopla el centro del pensamiento, el arte y la cultura contemporáneos, superando claramente a las demás hasta hacerla digna de su imperial majestad. Y dado que el plan general de la ciudad había sido perfilado con anterioridad, su tarea se orientaría en otra dirección.
Los documentos nos hablan de que mandó levantar edificios religiosos como Santa Irene o Santa Sofía, que habían sido afectadas por la insurrección Nika, o la de los santos Sergio y Baco, al sur del Gran Palacio, una zona que no había sido afectada por los disturbios. Y del mismo modo que el obelisco de Teodosio o la columna de Arcadio habían sido erigidos para perdurar como hitos de la memoria histórica del Imperio, las obras públicas de las que Justiniano se ocupó -Basílica Cisterna, Filoxeno- nos muestran su afán cívico y los importantes trabajos que llevó a cabo en el Gran Palacio, donde sus partidarios se habían refugiado durante la revuelta, revelan el carácter de este recinto, ostentoso podio de su magnífico dominio.